el caporal del hato, detiene su
cabalgadura en medio de la sabana. Es menudo, fibroso, de pelo negro y rostro
quemado por el sol. Lleva el pantalón arremangao hasta la rodilla y un sombrero
negro, de ala ancha. Va descalzo, como la mayoría de los 30 jinetes que frenan
detrás de él.
El
caporal mira hacia el horizonte. Cielo y llanura. Es lo único que alcanzo a ver
desde la silla del rusio mosquiao que me asignaron esta madrugada para
acompañar a los vaqueros.
—Esa es la primera punta... ya saben
qué hacer.
—Salgan
por este lado… cortico... cortico. Entre más corto, mejor.
No
necesita decir más. Dieciocho jinetes se lanzan al galope. Cabalgan en bloque,
levemente abiertos hacia la derecha. Dos perros criollos van detrás. No
entiendo nada. El caporal se compadece y me señala un punto en el horizonte.
—Allí…
deben estar a más de 3 kilómetros —dice.
Aguzo
la mirada… ¡Nada! Cielo y llanura… de pronto logro ver una masa de siluetas
borrosas, arracimadas, de color blancuzco que se mueven lentamente.
—Esa
es una “punta” de ganado —. Allí hay casi 500 reses.
El
caporal y los hombres restantes talonean sus caballos hacia el frente, para
cerrarles el paso a los animales.
En
minutos, los 18 jinetes le llegan al ganado. Forman un semicírculo y comienzan
a arrear la vacada. La manada se agita. Se alarga en medio de una nube de
polvo. Se oye el tropel, los bramidos y mugidos lejanos. Y los silbidos y
gritos de los vaqueros.
-¡Jiaaaa…
Jiaaaa…! ¡Yeaaa… ¡ ¡Uuuueeeeep…! ¡jaaaa… jaaaa… jaaaa! ¡Uuuuoooppp…!
El
caporal y el resto de hombres se unen a los arreadores. Galopan. Frenan. Giran
a la derecha. A la izquierda. Arrean a los rezagados. Un toro intenta irse del
lote. Dos vaqueros lo persiguen. Atajan por un costado. Por el otro. Gritan.
Chiflan. Controlan los flancos… Así van moldeando la manada.
Los
miro a distancia. Mi torpeza con el caballo es notoria. el administrador, me
señala, de lejos, la silueta de un molino que aparece al frente. Con señas me
hace entender que el lote de ganado se dirige hacia ese punto.
La
jornada en este hato del Casanare, a unas cuatro horas en campero desde Yopal,
había comenzado en la semioscuridad de la madrugada.
Hacia
las 4:00 de la mañana, los vaqueros abandonaron sus chinchorros entre cantos de
grillos, mirlas, loros y paujiles.
Toto,
el mensual o ayudante de cocina, les repartió pocillos de tinto cerrero. Luego
salieron hacia el corral en busca de los caballos. En el camino saludaron a un
hombre en muletas, de jeans y camisa clara.
—¿Qué
pasó, camarita? —le preguntó uno de los vaqueros.
—Me
toca ir a Yopal por una radiografía —respondió.
—Ojalá
no le haya jodido esa pierna, camarita —remató el vaquero.
Luego,
el hombre me explicó que un toro bravo lo machacó el día anterior contra el
caballo cuando reunían las reses para marcarlas.
En
el corral, El caporal voleó dos veces la soga por encima de su cabeza y la
lanzó contra la cara de Reflejo, un caballo castaño, de 9 años. Lo enlazó en el
primer intento. Los demás vaqueros hicieron lo mismo y poco después conducían
sus bestias, de cabestro, hasta una enramada.
Allí
amarraron la capa de caucho y el rejo de piel de toro a la silla y salieron con
paso trochador rumbo a la sabana.
El
sol comenzó a salir un poco antes de llegar al caño de la Madrevieja. Como
estaba seco, lo cruzamos sobre el lecho de tierra rojiza. En invierno, cuando
el río se crece, los vaqueros lo pasan a nado, junto a los caballos. Envuelven
sus ropas y demás enseres en la capa de caucho, hacen una bola con ella, la
amarran con una cabuya y la van empujando en medio de la corriente.
El
mayor peligro del río —cuentan los vaqueros— no es la corriente, sino los
tembladores. Son unos peces de color oscuro, lisos, delgados y largos, hasta de
2 metros, que producen descargas eléctricas capaces de paralizar a un hombre.
—A
mí me han jodido dos veces —dice Camilo Barrera, el más joven de los arreadores
de ganado. Tiene 15 años. Es flaco. Dicharachero. Va descalzo y arremangao. Cuchillo
cachiblanco al cinto. Pasó por cuatro colegios y apenas terminó octavo.
—Mi
mamá me dio harto juete pa’ que estudiara, pero a mí nunca me gustó la escuela
—dice mientras atravesamos un potrero salpicado de pajonales y topias de
comején.
Camilo
arrea ganado desde los 5 años.
—Cuando
salíamos de la escuela nos tocaba recoger el ganado de mi abuelo, Juan Fidel
González. Había como 700 reses, pero todas no eran de mi abuelo. Las tenía a
medias con un amigo —dice.
Por
trechos, el muchacho canta bajito las canciones del venezolano Jorge Guerrero.
Dónde
está mi potro bayo
un
castañito melao
mi
falceta y cabo e’ soga
un
chaparro encabuyao
la
soga del cuero duro
del
novillo colorao.
Camilo
deja la canción en la mitad cuando el caporal da la orden de salir a arrear la
primera punta de ganado. Lleva una camiseta azul con el letrero New York City a
la espalda. Por momentos lo veo moverse en medio de la vacada. Luego le pierdo
la pista.
Casi
una hora después, cuando llego al molino, las reses forman una masa redonda que
pasta con tranquilidad. Unos 15 vaqueros, dispuestos en círculo, se quedaron a
vigilar la vacada. Uno de ello es Camilo Barrera, que se ha apeado del caballo
y tararea otra canción.
Suena
el arpa, suena el cuaaatro
y
el capacho alborotaaaao
mi
verso se va soliiiiiiito
por
llanura como potro desbocaaaao…
—¿Y
los otros para dónde van? —le pregunto al muchacho.
—Van
por la punta de la mata de chiriguare —responde.
Con
razón se entiende con el caporal… hablan la misma jeringonza. Entonces entendí
que para venir aquí hay que hacer un curso acelerado de jerga llanera:
chiriguare es un gavilán, capachos son maracas hechas con el escroto del toro,
chaparro es un bejuco, madrinera es una res que ayuda a conducir a otras,
culatero es quien empuja el lote de ganado, cabrestero es el vaquero que guía
la manada…
A
la izquierda de Camilo, a unos 10 metros está Chucho, un vaquero de camisa roja
que tiene el mando sobre los 15 hombres que se quedaron en el molino. A la
derecha, José Corrales, un valluno sesentón. Fue raspachín de coca en el
Caquetá y allá se enamoró de una mujer que resultó ser del Casanare y lo
convenció de venirse para acá.
Cuidar
las reses estacionadas es la parte más aburridora para los arreadores de
ganado. Deben permanecer quietos en sus puestos, atentos a atajar alguna res
que intente abandonar la manada.
El
sol sigue bajito en el horizonte. Deben ser cerca de las 8:00 de la mañana.
Aquí muy pocos usan reloj. Un gallinazo vuela rasante sobre el espinazo de los
animales y aterriza sobre un costillar blanquecino que se pudre al sol. Un
concierto de mugidos brota de la manada.
—Ese
carramán debe tener unos 2 años, sino que llueve y se le ablanda el cuerito que
le queda, y los chulos vienen a picotear —explica Camilo.
Chucho
y Corrales parecen estatuas sobre sus caballos. Llevan una media hora mirando
el lote de ganado y no parecen inmutarse. Pero el muchacho luce inquieto.
Mientras
deshace una boñiga con sus pies desnudos, Camilo cuenta que con sus ahorros
compró un caballo. Le costó 500.000 pesos y lo bautizó Vendaval.
—A
veces me voy los sábados en ese caballo para donde mi abuelo —dice—. A buen
paso me echo unas tres horas y media.
Camilo
juguetea con el cuchillo y canta canciones que hablan de alcaravanes, ríos,
garzas, potrancas, llanuras, jinetes, catiras, gavilanes, sogas y tranqueros.
Muy
a lo lejos se ve la punta de ganado de la mata de chiriguare. Los vaqueros
lograron reunir a los animales, otros 400 o 500, y los tienen listos para
arrearlos hasta este lugar. Luego emprenderemos el camino hacia los corrales
del hato San Felipe, de donde salimos esta madrugada.
—Ojalá
se saliera un animal pa’ pegarle la carrera —dice Camilo. Y mira de reojo a
Chucho, que sigue pétreo sobre su caballo.
—Chuchiiito…
¡deje salir una vaca! —le grita a su compañero. A veces, la única oportunidad
de abandonar la modorra es cuando un toro pajuelo intenta abandonar la manada.
Lo llaman así no porque tenga mañas de adolescente, sino porque le gustan los
pajonales.
Le
pregunto si por aquí hay culebras.
—Cascabel
—responde—. Pero no mucha. Por allá donde mi abuelo sí hay harta culebra. Mi
tío les tira el poncho encima, ellas mismas se enredan y después las coge con
una horqueta.
A
su edad, Camilo Barrera ha visto en vivo muchas de las escenas que los niños de
ciudad ven por televisión.
—Allá
en Perro de Agua una vez un toro ensartó a un caballo por la barriga y le sacó
las tripas…
Camilo
tiene otra particularidad. No tiene ni un par de zapatos. Los podría comprar,
pero prefiere andar a pie limpio, como la mayor parte de sus compañeros.
—Ya
tengo las patas duras —dice al tiempo que enseña la planta del pie derecho—.
Vea el callo. Toque, si quiere… es duro. No me entran ni las espinas.
La
noche anterior, Roberto Valenzuela Reyes, el propietario de la finca, contó que
en alguna ocasión llevó a Bogotá a uno de sus vaqueros para un examen médico.
Al cabo de tres días, ya de camino a Yopal, el ganadero le preguntó al
trabajador qué lo había impresionado de Bogotá.
—Que
todos usan zapatos —le contestó el hombre.
De
los lados del chiriguare llegan los mugidos del ganado y los gritos de los
vaqueros. La vacada se ve nítida. Están a menos de 500 metros. Un novillo
intenta separarse y Chucho lo intercepta antes de que coja carrera.
Los
perros son los primeros en llegar. Detrás vienen las reses levantando algo de
polvo con las pezuñas. Chucho y los otros vaqueros se ponen alerta. Ya son
cerca de 1000 reses. Una estampida sería fatal. Incontrolable.
Los
vaqueros aquietan las vacas durante unos minutos. Cuando sienten que el rodeo
(la unión de las dos puntas de ganado) está tranquilo, se distribuyen
responsabilidades y comienza la marcha con lentitud.
En
San Felipe hay unos 15 rodeos, conformados por unas 30 puntas de ganado. El que
hoy avanza lento por la llanura es el rodeo de El Campo. Le dicen así porque en
este potrero aterrizaban, hace unos 50 años, las avionetas que venían con
provisiones desde Villavicencio. Al potrero le decían pomposamente el campo de
aviación.
Al
frente del rodeo va Régulo Niño. Tiene 62 años y trabaja en el hato San Felipe
desde los 8: “Era huérfano. Ayudaba a pelar yuca en la cocina”.
Régulo
Niño es uno de los tres cabresteros, un cargo que exige tranquilidad pasmosa y
conocimiento del campo y de los animales. El cabrestero es el guía de la manada
y de los vaqueros. Él marca el ritmo de la marcha y es el primero que entra al
río en caso de que haya que cruzarlo.
el
caporal, cabalga en la parte posterior, desde donde tiene una visión panorámica
del rodeo y de sus vaqueros.
Además
de caporal (jefe de las tareas del llano), Guzmán es encargado (mayordomo) del
hato San Felipe. Ha trabajado aquí 18 de sus 33 años. Comenzó como ayudante de
cocina y ha hecho todas las tareas del hato, desde cargar leña hasta domar
potros y encargarse de unos 500 caballos cuando era caballicero.
El
millar de animales se extiende a lo largo de unos 200 metros. El último es un
ternerito que hace esfuerzos por no quedarse. Cojea de la pata derecha.
Tibaduiza me explica que, debido a eso, no podrá alimentarse bien de la teta de
su madre y probablemente será el primero en morir cuando haya escasez de agua o
pasto.
Una
manada de cerdos salvajes cruza a la carrera delante del rodeo. El lomo gris
oscuro se pierde entre los pajonales. Deben de ir unos treinta y pico.
—¿Esos
son chigüiros? —le pregunto casi a los gritos a uno de los vaqueros.
—Sí,
señor, ¿no los había visto antes?
—Sí,
pero asados… en el Motorista… un asadero de Bogotá.
Cuando
ya se avistan más cerca los techos rojizos de la casa del hato San Felipe busco
a Tibaduiza, el administrador, en la parte trasera del rebaño. Le pregunto por
los rezos secretos que les atribuyen a los llaneros.
Tibaduiza
dice no creer en agüeros y otras cosas paranormales. Pero cuenta que entre los
vaqueros de San Felipe hay uno que reza al ganado con gusanos y los bichos
amanecen muertos al día siguiente.
—Le
decimos Cucarro. Es muy reservado. Nunca habla del tema. Pero el muchacho sabe
sus cosas. Una vez por allá por Lagunita nos topamos con una culebra cascabel.
Mientras se bajó del caballo rezó al animal y después la cogió con la mano.
Estaba como dormida y nos la pasó para que la tocáramos.
Los
primeros animales ya casi llegan a la entrada de los corrales. Los cabresteros
acortan el paso.
Cesan
los silbidos. Jogny Guzmán se quita ww el sombrero negro de fieltro y lo
levanta sobre su cabeza. Es la señal para detener la marcha por completo.
Durante
el resto del día, los vaqueros se dedicarán a escoger los machos de un año para
llevarlos a la feria ganadera de Yopal, y a desparasitar, vacunar y marcar al
ganado. Para ellos, el trabajo duro apenas está por comenzar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
GRACIAS POR SUS COMENTARIOS..